El alma metafísica de la oposición al aborto

por | 29 mayo, 2017

Litografía de Wilhelm His (1885).

A meses de una nueva elección presidencial en Chile, los precandidatos en la palestra están obligados a -o bien, buscan voluntariamente- pronunciarse acerca de temas sensibles a la sociedad. El tema del aborto tiene especial significado porque permite, con gran economía de argumentos, hacer guiños a sectores específicos del electorado. En las últimas semanas tres precandidatos de la derecha política han encontrado ocasiones para manifestar su rechazo a la idea de legislar sobre la materia reflotando viejos argumentos que han probado su efectividad una y otra vez. Entre ellos, uno de los más utilizados en oposición al aborto es la idea de la equivalencia (moral, emocional y legal) entre un óvulo recien fecundado y un bebé recién nacido dada la continuidad del proceso de gestación. En esta columna, publicada originalmente en abril de 2016 por «El Soberano», repasamos la lógica y el trasfondo religioso de este argumento.

 

La discusión pública en Chile sobre la legalización del aborto en tres causales muestra, una vez más, las dificultades que presenta argumentar sobre temas complejos, altamente sensibles y emocionales. Los discursos esgrimidos en la discusión del proyecto de ley actualmente en trámite contribuyen a enturbiar más las aguas al utilizar argumentos que poco y nada tienen que ver con el tema del desacuerdo (“el fin de la Teletón”, entre otras joyas). El maniqueísmo con que se enfrentan por lo general las propuestas, prácticamente obliga al ciudadano a adoptar una postura de “todo o nada”, sin posibilidades de disentir parcialmente o de evaluar los méritos de los argumentos individuales de la postura contraria. Las etiquetas “pro-vida” y “por los derechos de la mujer”, que evidentemente no tienen una contraparte “pro-muerte” o “contra los derechos de la mujer”, hacen énfasis en aspectos diferentes de la discusión que no logran dialogar.

Sin embargo, es posible disectar el problema en sus componentes más esenciales para analizarlos por separado. Partamos por establecer lo más evidente: los partidarios de uno y otro campo son personas que actúan de acuerdo a convicciones morales y no monstruos sanguinarios ajenos a toda brújula ética. Para unos se trata de proteger a un ser humano en potencia y, para otros, de ponderar adecuadamente el sufrimiento y riesgo vital de la mujer que lo porta. Ni los unos son asesinos de infantes ni los otros opresores dictatoriales.

El punto fundamental de desacuerdo entre ambas posturas se reduce, en la práctica, a establecer en qué momento se puede comenzar a considerar al embrión en desarrollo como una persona, un ser humano sujeto de pleno derecho. Lo demás son ramificaciones distractoras.

Nadie considera moralmente aceptable quitar la vida de un bebé a punto de nacer. Ambas posturas consideran que el recién nacido es tan plenamente persona como el día antes del parto. O dos días antes… o tres. La extrapolación de este razonamiento constituye el núcleo del argumento de quienes se oponen al aborto: si el bebé es una persona el día n, entonces es tan persona el día n-1 y, por inducción, entonces debe serlo también desde el día 1.

Esta argumentación se conoce en lógica como la paradoja sorites (atribuida a Eubulides de Mileto), que se usa para demostrar el absurdo de que un grano de arena constituye un montón de arena. Un montón formado por millones de granos de arena seguirá siendo un montón aunque se saque uno, dos, tres granos y, así sucesivamente, hasta llegar a tener uno solo. Esta y otras paradojas similares se basan en que entre las dos categorías extremas no existe una frontera clara y única, sino un difuso continuo. Pero el hecho que no podamos decir con precisión cuál es el número exacto de granos de arena sobre el cual lo consideramos un montón, no quiere decir que no exista diferencia entre un montón de granos y algunos granos. Categorías generales, sin fronteras precisas, son utilizadas todos los días sin que nos detengamos a aplicar inferencias inmovilizadoras. No sabemos cuál es la edad en la que dejamos de ser jóvenes para convertirnos en viejos, ni el número de centímetros que separa a altos de bajos, ni el peso exacto entre lo liviano y lo pesado, pero aun así utilizamos con sentido estos adjetivos. La práctica legal está obligada a trazar fronteras, hasta cierto punto arbitrarias, entre fenómenos continuos, sin que la arbitrariedad de este límite sea obstáculo para admitir que existen categorías diferentes. Un ejemplo de esto es el establecimiento de la mayoría de edad a los 18 años, que puede ser fácilmente presentada en forma de paradoja sorites: si al momento de cumplir 18 años una persona tiene madurez física e intelectual, entonces la tenía también el día anterior. Propagando este razonamiento se llegaría a la conclusión absurda de que una persona es madura al momento de nacer.

Del mismo modo, la discordia sobre el tema del aborto se puede plantear como una paradoja sorites. Su solución se reduciría, entonces, a establecer una frontera, aunque sea difusa, entre un conjunto de células y una persona. Los esfuerzos más serios de establecer este límite se han hecho haciendo uso del conocimiento del proceso de gestación, por ejemplo, considerando el momento en que se establece un sistema nervioso central en funcionamiento. Una postura informada por el conocimiento científico da origen a los límites comúnmente propuestos en las legislaciones de países que permiten el aborto dentro del primer trimestre de embarazo.

El callejón sin salida a la discusión, sin embargo, se produce cuando ciertos grupos afirman que esa frontera no existe, que no hay diferencia esencial entre un óvulo fecundado y un feto con nueve meses de gestación. Resuelven la paradoja sorites decretando que un grano de arena constituye, en efecto, un montón. Por ejemplo, en su instrucción Donum Vitae, la Congregación para la Doctrina de la Fe establece que “(…) el fruto de la generación humana desde el primer momento de su existencia, es decir, desde la constitución del cigoto, exige el respeto incondicionado que es moralmente debido al ser humano en su totalidad corporal y espiritual. El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción (…)”. La misma congregación nos da un perfecto ejemplo de razonamiento sorites en su declaración sobre el aborto: “Desde el momento de la fecundación del óvulo, queda inaugurada una vida que no es ni la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. No llegará a ser nunca humano si no lo es ya entonces”.

Estrechamente ligado a estas declaraciones está el concepto de “animación” o infusión de un alma en el embrión. Dice el Vaticano del alma: “creada inmediatamente por Dios, su alma es espiritual y, por ende, inmortal. Está abierto a Dios y solamente en él encontrará su realización completa”. Si bien en una nota al pie evita pronunciarse acerca del momento preciso en que ocurriría esta animación, especifica que “para unos, esto sucedería en el primer instante; para otros, podría ser anterior a la anidación” (op. cit.; nota 19). Se apura, además, en afirmar que “no corresponde a la ciencia dilucidarlas, pues la existencia de un alma inmortal no entra dentro de su campo”, como una forma de evitar que tales verdades reveladas sean cuestionadas por la impertinente realidad.

El problema fundamental de esta postura es que el argumento es enteramente teológico y, como tal, de incumbencia exclusiva de quienes profesan la religión que así lo afirma, bien pudiendo haber otras que lo consideren distinto, o personas que simplemente no profesan tales creencias en lo absoluto. El concepto mismo de alma es imposible de establecer de manera objetiva, pues básicamente se limita a la creencia en su misma existencia. Dado que cualquier afirmación acerca del alma o su naturaleza es intrínsecamente indemostrable, igualmente se puede argüir por una aparición tardía de ella en el feto sin que se pueda apelar a la realidad para arbitrar entre ambas afirmaciones. Dicho de otra forma, es imposible distinguir entre un óvulo recién fecundado con un alma de uno sin ella.

Por si fuera poco, dada su vaguedad ontológica, el argumento del alma resulta invariablemente misterioso incluso en términos teológicos, toda vez que la naturaleza se nos demuestra más compleja de lo que una burda evocación sobrenatural prevé. La teología se ve en aprietos para explicar qué sucede con la aritmética de almas en diversos fenómenos de la reproducción, tales como el quimerismo, los gemelos monocigóticos, dicigóticos y semi-idénticos, los siameses, los fetus in fetus, los numerosos cigotos que no se implantan, los abortos espontáneos, la fertilización polispérmica y el embarazo molar.

Esto complica innecesaria e indebidamente el debate en materia de regulación pública, pues regular en base a una definición metafísica inverificable y no universalmente compartida es, en esencia, un abuso de posición de poder. Significa que un grupo pretende imponer a la sociedad entera la visión propia respecto del momento en que se comienza a tener “alma”, sin que quienes discrepan de tal definición metafísica puedan apelar a criterios objetivos, anclados en la realidad, para dirimir el desacuerdo. Este es un argumento ininteligible para quien no comparta el credo que respalda la política y, por tanto, ajeno a la razón y a la empatía intelectual que es requerida para regular en base a un consenso democrático. Al privilegiar las convicciones religiosas y metafísicas de un grupo particular, el Estado chileno, que es laico en el papel, hace notable abandono de su deber de neutralidad para con la totalidad de las creencias religiosas de la sociedad.

La labor legislativa es aquella de representar a la ciudadanía en la definición de sus derechos. El que los legisladores recurran a sus credos religiosos personales al momento de argumentar sus posturas, termina siendo una forma prevaricante de clientelismo religioso que atenta contra la libertad de culto y conciencia de los ciudadanos. Peor aún, no titubean en desestimar institucionalmente el sufrimiento inducido tanto a aquella mujer obligada a gestar y parir a todo evento, como a su entorno. Esta “negación del dolor del otro”, incluso a pesar de no salvar vida alguna en el caso de un embarazo inviable, desestima la búsqueda del bienestar común y banaliza el sufrimiento en nombre de prejuicios personales. La defensa a rajatabla de cuestionables conceptos metafísicos por la vía de la imposición mediante el poder es un pobre sustituto cuando los argumentos racionales no alcanzan para generar una genuina convicción.