¿Subsidiar universidades por ser católicas?

por | 23 abril, 2014
Carlos Peña (Imagen: El Mercurio)

Por Daniel Sellés

En su columna de El Mercurio del 06-04-2014, Carlos Peña aboga por el financiamiento por parte del Estado a las universidades de orientación religiosa con el fin de preservar la disponibilidad y accesibilidad de la opción confesional para quienes así lo deseen, sin pasar por un filtro de discriminación económica. En sus propias palabras:

“Si el Estado les negara el financiamiento, estaría negando a gran parte de las personas (todos los que no pueden financiar sus propias elecciones) el derecho a la autonomía. Las familias ricas podrían educar a sus hijos con una orientación religiosa, pero los pobres no. Y aunque eso probablemente le haría bien a los más pobres, la autonomía exige que sean ellos mismos, y no un tercero, quienes lo decidan. A primera vista entonces (…), ha de haber establecimientos educativos religiosamente inspirados y el Estado debe transferirles parte de las rentas generales para que funcionen.”

Es al menos curioso que el columnista parezca no darse cuenta de las implicancias de su argumento. Por el título de su artículo (“Educación católica”), supongo que Peña está abogando únicamente por las universidades católicas, y concedo que hay un punto acerca del financiamiento a las universidades tradicionales no estatales que tendrá que ser discutido. Pero pretender que el Estado deba mantener –vía fondos públicos– la accesibilidad de las distintas sensibilidades, es un mal argumento. De partida, Peña parece estar olvidando que pueden existir universidades de otras confesiones religiosas que, con el mismo argumento, el Estado se vería en obligación de financiar (la Universidad de la República, la de Los Andes, la del Mar –si la iglesia evangélica hubiera logrado controlarla–y, ciertamente, la Feculenta Universidad Pastafari de Chile que pretendo crear en cuanto vea pasar las jugosas tajadas que hacen salivar a Peña).

Pero, ¿por qué detenernos ahí? ¿Por qué no incluir a los institutos que imparten carreras de biomagnetismo, o flores de Bach, o astrología y tarot? ¿No son acaso éstas también creencias que deberían ser financiadas por el Estado para asegurar un acceso igualitario a la parte de la población que las profesa? ¿Y por qué detenernos en las creencias y no avanzar a las preferencias? Yo considero que mi autonomía sufre gravemente al no poder enviar a mi hijo regularmente a los clubes de yate, golf y polo, al no poder asegurarle una orientación de deportista sofisticado pese a mi devoción por Tiger Woods. ¿Debe el Estado transferir recursos a estos clubes para que tanto pobres como ricos mantengan su libertad de elegir entre jugarse una pichanga o 18 hoyos?

Hacia el primer tercio del texto, Peña responde “Sí, sin ninguna duda” a la pregunta de si se debe reconocer el derecho de las universidades confesionales a ser financiadas por el estado. Para mí, la respuesta más obvia es “Sólo bajo ciertas condiciones”, por ejemplo, si las universidades en cuestión aportan a un bien público superior que el Estado estima valioso. Estoy dispuesto a conceder de buena gana que la Universidad Católica (PUC), por ejemplo, realiza un significativo aporte a la investigación científica y a la formación de profesionales e intelectuales que enriquecen la vida económica y cultural del país y, por lo tanto, es pertinente preguntarse por un eventual financiamiento a esta institución por parte del Estado. Pero este eventual financiamiento estatal es al bien superior provisto por una universidad pese a ser privada y confesional, y no debido al hecho de ser confesional.

Lo que hay detrás de la defensa de Peña, implícito en su argumentación, es que de todo el infinito conjunto de sensibilidades, pasiones y preferencias personales de la ciudadanía, sólo la religión merece tener un acceso y disponibilidad garantizada por el Estado. Y, dentro de las religiones, especialmente la católica (tal vez la evangélica también, si lo presionan un poco).

Esta posición especial de privilegio de la iglesia católica con respecto a otros cultos (o a ninguno) se asume muy fácilmente en Chile y en todas las sociedades donde una creencia en particular es abrumadoramente mayoritaria sobre las demás (y sobre ninguna). Y, por eso, la mayor parte de los estados modernos se han dotado de constituciones que ponen muros (variablemente) impermeables entre el Estado y la iglesia. El Estado laico debe mantenerse al margen de los distintos cultos que practique la población, no puede por ningún motivo privilegiar a una denominación religiosa sobre otra, y no puede destinar los recursos de todos los ciudadanos a una creencia específica. La separación de instituciones permite defender la libertad de culto, pero no obliga a su subsidio.

Pretender que el Estado deba financiar a las universidades confesionales con el pretexto de mantener abiertas las opciones de los consumidores equivale a pedir que se subsidie el transporte de Pepsi a los lugares donde solo se encuentra Coca-Cola. Uno podría imaginar una situación en la que el estado sí estuviera interesado en asegurar la disponibilidad de Pepsi, por ejemplo, si fuera la única fuente de hidratación y calorías para una comunidad dada en una situación de emergencia. Pero mantener disponibles las opciones para no pasar a llevar la autonomía de los consumidores no parece justificación suficiente para darle una mordida a la billetera fiscal y un empellón al Estado laico.

Sobre el autor

Daniel Sellés, Geólogo.