Una Deconstrucción Navideña

por | 22 diciembre, 2011

Cuando pequeña la Navidad me deprimía, quizás porque vi más de una vez a mis hermanos entristecerse por no recibir el regalo que querían. Y es que nuestros padres siempre fueron muy austeros y anti consumo y generalmente nos regalaban lo peor que se le puede regalar a un niño en Navidad: ropa. Además, mi madre era una cristiana «primitiva», como le gusta autodenominarse. Eso incluía vestirse como Laura Ingalls y estar en contra de los juguetes de plástico. Las Barbies y pistolas no eran bienvenidas en nuestra casa. Éramos una especie de familia Amish a la chilena. Así que después de las 12 de la noche, cuando todos los niños salían a mostrar sus figurillas de acción o muñecas gigantes, bueno, mis hermanos y yo teníamos que salir a la calle con la tenida nueva y el juguete de trapo/madera.

Supongo que por eso es que todo el asunto del Viejo Pascuero (Santa Claus en Chile) nunca me interesó, es más, no tengo recuerdos de haber creído en él alguna vez. Lo que sí recuerdo es cómo todos en casa nos confabulábamos (sin mucho empeño, la verdad) para mantenerle la ilusión a mi hermano menor. También recuerdo las bromas que mi padre le hacía:

– El Viejito Pascuero no va a poder venir este año porque se lo llevaron detenido, andaba sin documentos.
– El Viejo Pascuero está preso porque no pagó la patente del trineo.
– El Viejito no va a poder pasar por acá esta Navidad porque tiene restricción vehicular.

Pero, aparte de las bromas de mi padre, había otros aspectos de la Navidad que realmente disfrutaba:

– El olor del árbol de Navidad (en esa época todavía no teníamos conciencia ecológica y mis padres compraban una rama de pino).
– Decorar el árbol en particular y la casa en general.
– Como éramos miembros activos de la Iglesia, siempre me tocaba ser algún personaje en la obra de Navidad. Partí siendo oveja, pasé por cantar en el coro y terminé de pastor. Nunca pude dar el salto a Virgen María.
– Recibir tarjetas navideñas de un montón de gente y pegarlas en la pared. Saber que teníamos muchos amigos en distintos lugares de Chile y el mundo.
– Escuchar música barroca todo el mes de Diciembre, especialmente Bach y El Mesías de Haendel.
– Cenar en familia.
– Armar el pesebre (Nacimiento de Jesús)

Mi madre ponía especial énfasis en el último ítem de mi lista: El nacimiento de Cristo y el pesebre era siempre el centro de atención. Recuerdo haber fabricado en arcilla todas las figuras del pesebre. Nuestra madre solía leernos la historia de la Navidad directamente de los Evangelios. A la luz de las velas escuchábamos sobre la anunciación, la huida a Egipto, el aviso a los pastores y los reyes de Oriente siguiendo a la estrella. Un relato épico, misterioso y mágico, pero a la vez triste, porque yo sabía que Jesús había venido a morir. A veces pensaba, «¿cómo no se les ocurrió otra forma de solucionar el problema?» «¿Es necesario que Jesús tenga que morir?» También pensaba en su segunda venida. Recuerdo haberle rezado frente al pesebre y pedirle que no regresara antes de volverme adulta, para saber lo que era enamorarse y tener una familia.

Gracias a mi deconversion del Cristianismo, pude librarme de esos temores. Lo cual me alegra y me deprime al mismo tiempo. Es triste, cuando uno observa desde afuera de la Fe, ver los terribles miedos a los que viven atados los cristianos verdaderamente creyentes. Por ejemplo, hace no mucho, le pregunte a mi madre si ella de verdad consideraba justo que una persona buena como yo (vivo privilegiando el bien común y soy amable con mi prójimo) merecía un castigo eterno en el Infierno por el solo hecho de no creer en el dios cristiano. Su respuesta fue devastadora: «Bueno, has tenido mucho tiempo para arrepentirte y creer en Él». ¿Cómo será vivir con la convicción de que tus hijos están condenados a la tortura eterna?

De todas formas, y a pesar de todo lo terrible que esconde la doctrina cristiana, guardo un especial cariño hacia la Navidad. Y aunque han pasado varios años desde que las primeras dudas empezaron a quebrar mi fe, básicamente sigo disfrutando y detestando lo mismo de esta celebración. Detesto los regalos caros y ostentosos y sufro con los Santa Claus bajo el sol de diciembre en el hemisferio sur. Sigo concediéndole a mi madre un día en que pueda leernos la historia del nacimiento de Cristo y mostrarnos la obra que prepara todos los años en la iglesia. Sigo escuchando el Mesías de Haendel porque es una magnífica obra musical (cuando la puedo escuchar en vivo lo hago) Y aunque ahora no armo el pesebre lo sigo disfrutando. Porque cuando lo veo en la casa paterna ahora veo algo diferente. Recuerdo, hace no muchas navidades atrás, haber estado contemplando el pesebre y haber pensado que, básicamente, lo que representa es una familia y el nacimiento de un nuevo integrante.

Desde ese día, cuando contemplo un pesebre ,veo la celebración de la humanidad. Y eso es lo que he decidido celebrar en Navidad. Para mí, ahora el pesebre simboliza la familia y la continuidad del ser humano. También veo el sustento y la abundancia que anhelamos para nuestros hijos simbolizados por los animales domésticos y los regalos de los reyes. Algo parecido a la representación de animales en las cuevas de Altamira y Lascaux. Veo la celebración del nacimiento de un ser humano y lo sagrado que es para nosotros como especie. Tan sagrado que incluso transformamos a “Dios” en uno de nosotros.

Y si bien el pesebre representa un modelo tradicional de familia, cada uno puede representar a la familia que quiera ¿Qué tal montar un pesebre con una familia no tradicional? ¿Una con una madre soltera, o con los abuelos? ¿Quizás una pareja homosexual? No importa. Lo que importa es que es una escena que celebra nuestra existencia.