El aborto de nuestro Estado laico

por | 26 diciembre, 2010

En nuestro país ha revivido un debate religioso que ha permanecido latente desde 1989 al prohibirse el entonces existente Aborto Terapéutico. Sin pretender decidir aquí sobre la conveniencia o inconveniencia de él, o de si llamarlo aborto o no, o de determinar los límites de su aplicación; sí cabe destacar el rol que han jugado los dogmas religiosos en la definición de una ley en un estado laico como Chile.

No en vano Chile se ha declarado laico, separándose la Iglesia del Estado ya en nuestra Constitución de 1925, lo cual significa no disponer del poder del Estado para promover una religión por sobre otra, sino que mantenerse neutral, sin imponer a ciudadanos de una confesión las creencias religiosas de otros. En un país donde los ciudadanos ofician diversos credos o descredos, más o menos compatibles o incompatibles mutuamente con respecto a multitud de temas «valóricos», un estado democrático que respeta la libertad de sus ciudadanos ha de llegar a leyes consensuadas por la sociedad. Laicamente, este consenso, si bien puede o no coincidir en ciertos aspectos con algún credo religioso, no debe ser argumentado sobre bases religiosas.

La decisión de continuar un embarazo o interrumpirlo tiene una diversidad de consecuencias psicológicas, de salud, económicas y sociales, para los diversos actores involucrados: la potencial madre, el eventual no-nato, el potencial padre y, hasta cierto punto, el resto de la sociedad. Uds. verán cómo cuantifican el costo económico que significa a una familia continuar un embarazo así o priorizarán de uno u otro modo la muerte de la madre versus la muerte del feto, pero destaco la aparición de otro actor en el debate de esta ley; no se trata precisamente de la Iglesia, la cual, efectivamente, sí ha pretendido jugar un rol protagónico en el debate, sino que de las argumentaciones basadas en la fe que han sido dadas por diversos políticos. Por esta vía (levemente más) indirecta, no sólo la Iglesia, sino que cualquier grupo religioso termina plasmando su credo legalmente, para el usual perjuicio de todos los demás ciudadanos.

Aparte de la patente ignorancia de políticos y legisladores respecto de aspectos básicos de biología, confundiendo sin mueca los conceptos de vida, humano, célula, cigoto, ontogenia y filogenia, embrión, implantación, embarazo, aborto, nacimiento y persona, también hay desconocimiento básico de fisiología con respecto a la viabilidad de embriones sin sistema nervioso central (u otros sistemas igualmente necesarios) o amorfos embarazos molares, siendo incapaces de distinguir entre un tumor, un órgano y una cazuela. Para variar, nos legislan con ignorancia, pero creyendo saber muy bien lo que dicen, pues se sustentan en los pilares inquebrantables de su fe, donde el valor radica más en defenderla a brazo partido antes que gastar media caloría en analizar la más mínima racionalidad de sus postulados. Con un mínimo de estadística, podrían saber que su mismo Dios es el mayor abortero del mundo, pues naturalmente se aborta la mitad de los óvulos fecundados, sin que la madre alcance siquiera a darse cuenta de ello, y entre el 15% al 20% de los embarazos resultan en abortos espontáneos.

En bancadas católicas, hay legisladores a favor y en contra del proyecto. Quienes están en contra suelen argüir el valor sagrado de la Vida, mientras, quienes están a favor, arguyen que un Papa ya lo había autorizado (por tanto, los primeros estarían pretendiendo contravenir a su infalible autoridad moral). Los judíos, en circunstancias de inviabilidad o riesgo de salud para la madre, consideran aceptable la alternativa terapéutica… dependiendo del nivel de fundamentalismo al que pertenezca el judío al que le preguntes, pues puede que no todos estén de acuerdo en interrumpirlo durante el sabbath o en ayudar a una mujer que no siga la dieta kosher. Entre los evangélicos, puedes obtener posiciones discrepantes entre tu cuadra de enfrente y la siguiente, pero rápidamente te encontrarás teniendo que abrir una Biblia para constatar el versículo que te den por referencia. Poco parece importar en nuestra democracia de mayoría judeocristiana el parecer de ciudadanos musulmanes, budistas o algunas de las miles de variantes del hinduísmo y una proporción no despreciable de ciudadanos que no profesa confesión religiosa alguna.

Al aceptarse la hipótesis fallida de la existencia de duendes sobrenaturales obradores de milagros, damos por efectivo el canje físicamente gratuito de algo a cambio de nada. En última instancia, milagrosamente, un embarazo molar bien podría, por causas infinitamente misteriosas, en un abrir y cerrar de ojos, convertirse en un espléndido niño bien formado con el cual nutrir las alacenas clericales. Cabe dudar sobre la conveniencia de esperar este tipo de fenómenos sobrenaturales por sobre el conocimiento médico al momento de que nuestros creyentes legisladores abran sesión en el Congreso.

No puedo sino preguntarme ¿en qué momento transformamos nuestro debate legislativo en una diatriba clerical? Mientras nuestros legisladores cacarean enseñanzas de hadas durante el ejercicio de sus deberes legislativos y debaten sobre si sus alas deben ser amarillas o doradas, nuestras mujeres arriesgan su integridad física, económica y psicológica… bueno, cosa que nunca ha sido precisamente la mayor preocupación de nuestros chamanes a lo largo de la historia. ¿Qué ciudadano de nuestra democracia ha votado para reconocer autoridad moral alguna sobre clérigo alguno al momento de definir nuestro ordenamiento social? La Iglesia recurre, una vez más, a su capital moral para validar su postura. Sería un despropósito entrar a sopesar este capital moral de algunos integrantes de la Iglesia (no toda) que defendieron los DD.HH. en contraste con la deuda moral de la misma por encubrir sistemáticamente una multitud de casos de abusos sexuales contra menores por parte de su clero. ¿Por cuántos kilos de niños violados canjearías una extremidad de un torturado?.

¿Acaso un embarazo inviable no es también una tortura socialmente impuesta? Aunque la respuesta fuese afirmativa, cabe recordar que, al menos en el cristianismo, es reiteradamente patente la concepción del sufrimiento y la mortificación como una forma de santificación, así como su Cristo padeció su pasión en la cruz. Estemos atentos al hedor del deber sufrir que emana de este debate «moral».

Que las religiones se guarden su debate moral al interior de sus templos. En una sociedad laica, lo que nos importa consensuar es quién paga el costo de dar continuidad a un embarazo inviable o que ponga en serio riesgo de muerte a su madre y tomar en consecuencia las medidas sanitarias pertinentes.